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Cuenta una antigua leyenda que, en una época, todos los hombres hablaban una misma lengua. Puesto que se entendían entre sí, lograron ponerse de acuerdo para construir cosas magníficas, y así empezaron a edificar una inmensa torre. Pero, Dios consideró que esto los conducía al orgullo. Para detenerlos, confundió sus lenguas. Los hombres empezaron a hablar lenguas distintas, y en vista de que ya no podían comunicarse entre sí, desistieron de construir la torre.
Esta leyenda tiene una doble moraleja: Dios castiga el orgullo de los seres humanos, y la diversidad lingüística es una forma de castigo. Pero, quizás debamos disputar esta moraleja. Quizás, es desafortunado que exista una sola lengua para todos los seres humanos, y es una gran bendición que exista una pluralidad de lenguas. Y, en ese sentido, Dios no castigó, sino que premió a los hombres con la confusión de las lenguas.
Si, en efecto, la diversidad lingüística es estimable, podemos postular que cada lengua es un patrimonio, y que debemos hacer todo lo posible por conservar este patrimonio. Y, más aún, las lenguas estructuran el pensamiento. Bajo esta interpretación, una persona que habla japonés piensa distinto de una persona que habla euskera. Los esquimales tienen decenas de palabra para referirse a aquello que nosotros llamamos ‘nieve’, cuestión que coloca en evidencia el hecho de que la lengua refleja un modo distinto de pensar.
Incluso, la lengua podría ser algo así como ‘el espíritu del pueblo’. Si esto es así, los seres humanos son felices en la medida en que sienten arraigo por las particularidades de su propia cultura. Y, la lengua es el núcleo de cada cultura. Por ello, bajo esta perspectiva, el ayudar a preservar la diversidad lingüística contribuye a hacer un mundo más colorido, en el cual cada pueblo encuentra fuerza y vitalidad en el arraigo de sus particularidades.
Bajo este escenario, las lenguas serían afines a las especies en biología. Y, así como los ecologistas hacen todo lo posible por preservar la biodiversidad, los seres humanos deberíamos hacer todo lo posible por preservar la diversidad lingüística. Anualmente muchas lenguas desaparecen, y esto debe evitarse. Para ello, los políticos deben dirigir recursos financieros para enseñar lenguas en peligro de extinción, y también deben dirigir políticas para que, en los contextos locales, las lenguas minoritarias tengan preferencia por encima de las lenguas mayoritarias.
Pero, quizás también haya espacio para colocar todo esto en duda, y más bien reafirmar la moraleja de la leyenda sobre Dios y la construcción de la torre. Quizás, la lengua no sea ningún fundamento del ‘espíritu del pueblo’, ni tampoco estructura los modos de pensar de la gente. Al contrario, cabe pensar que todas las lenguas tienen más o menos los mismos patrones, y todos los seres humanos utilizan los mismos procesos de pensamiento. En ese caso, la lengua no sería más que un mero instrumento de comunicación, un aparato tecnológico.
Si, en efecto, la lengua es un aparato tecnológico, entonces cabe estimar a aquellas lenguas que cumplan funciones, y desechar a las lenguas que no cumplen ninguna función. Bajo este escenario, el árabe, el mandarín, el hindi, el inglés o el castellano son lenguas que deben ser privilegiadas, mientras que lenguas como el yukpa, barí o el añú, las cuales son habladas por un puñado de personas, deben eventualmente desaparecer, pues sencillamente habrán dejado de cumplir sus funciones.
En vez de comparar a las lenguas con las especies, las deberíamos comparar con los aparatos tecnológicos. En la sociedad del teléfono móvil y el internet, no tiene mucho sentido dirigir políticas y recursos financieros para preservar el uso del telégrafo. Más bien, los gobiernos deberían educar a los usuarios del telégrafo en el uso del internet. Pues, el internet es una tecnología que cumple muchísimas funciones, mientras que el telégrafo ya casi no cumple ninguna. Pues bien, de la misma manera, los gobiernos deberían dirigir esfuerzos educativos para que los hablantes de lenguas minoritarias asuman las lenguas mayoritarias.
Un pupilo de alguna tribu africana se beneficiaría más aprendiendo el mandarín o el inglés, que aprendiendo la lengua de sus ancestros. El inglés servirá para actividades de gran alcance como la ciencia, el comercio y la tecnología, mientras que la lengua de sus ancestros servirá para apenas comunicarse con un puñado de personas.
Bajo este escenario, a la humanidad le convendría mucho más una lengua común que la diversidad lingüística. Si todos hablásemos la misma lengua, podríamos comunicarnos mejor, y lograríamos más cosas. Quizás las guerras se acabarían. El comercio se incrementaría. Habría más colaboración entre científicos.
Por supuesto, queda la alternativa de postular que, podemos buscar una lengua común, a la par de que se preserve la diversidad lingüística. Bajo ese escenario, todos los ciudadanos del mundo hablarían una lengua global con propósitos para el comercio o la ciencia, pero a la vez, hablaría una lengua local para propósitos más cotidianos. Pues, no hay ningún impedimento psicológico para que una persona hable más de una lengua: de hecho, el hablar varias lenguas enriquece las habilidades mentales.
Ciertamente, no hay un impedimento psicológico para que una persona aprenda muchas lenguas a la vez. Pero, desde un punto de vista político, conviene preguntarse si vale la pena dirigir recursos a la preservación de lenguas que, sencillamente, no cumple ninguna función. Saber usar el telégrafo no impide saber usar el internet. Pero, ¿vale la pena preservar a toda costa el uso del telégrafo?