sábado, 18 de junio de 2011

36. ¿Conviene la diversidad lingüística?



Cuenta una antigua leyenda que, en una época, todos los hombres hablaban una misma lengua. Puesto que se entendían entre sí, lograron ponerse de acuerdo para construir cosas magníficas, y así empezaron a edificar una inmensa torre. Pero, Dios consideró que esto los conducía al orgullo. Para detenerlos, confundió sus lenguas. Los hombres empezaron a hablar lenguas distintas, y en vista de que ya no podían comunicarse entre sí, desistieron de construir la torre.

Esta leyenda tiene una doble moraleja: Dios castiga el orgullo de los seres humanos, y la diversidad lingüística es una forma de castigo. Pero, quizás debamos disputar esta moraleja. Quizás, es desafortunado que exista una sola lengua para todos los seres humanos, y es una gran bendición que exista una pluralidad de lenguas. Y, en ese sentido, Dios no castigó, sino que premió a los hombres con la confusión de las lenguas.

Si, en efecto, la diversidad lingüística es estimable, podemos postular que cada lengua es un patrimonio, y que debemos hacer todo lo posible por conservar este patrimonio. Y, más aún, las lenguas estructuran el pensamiento. Bajo esta interpretación, una persona que habla japonés piensa distinto de una persona que habla euskera. Los esquimales tienen decenas de palabra para referirse a aquello que nosotros llamamos ‘nieve’, cuestión que coloca en evidencia el hecho de que la lengua refleja un modo distinto de pensar.

Incluso, la lengua podría ser algo así como ‘el espíritu del pueblo’. Si esto es así, los seres humanos son felices en la medida en que sienten arraigo por las particularidades de su propia cultura. Y, la lengua es el núcleo de cada cultura. Por ello, bajo esta perspectiva, el ayudar a preservar la diversidad lingüística contribuye a hacer un mundo más colorido, en el cual cada pueblo encuentra fuerza y vitalidad en el arraigo de sus particularidades.

Bajo este escenario, las lenguas serían afines a las especies en biología. Y, así como los ecologistas hacen todo lo posible por preservar la biodiversidad, los seres humanos deberíamos hacer todo lo posible por preservar la diversidad lingüística. Anualmente muchas lenguas desaparecen, y esto debe evitarse. Para ello, los políticos deben dirigir recursos financieros para enseñar lenguas en peligro de extinción, y también deben dirigir políticas para que, en los contextos locales, las lenguas minoritarias tengan preferencia por encima de las lenguas mayoritarias.

Pero, quizás también haya espacio para colocar todo esto en duda, y más bien reafirmar la moraleja de la leyenda sobre Dios y la construcción de la torre. Quizás, la lengua no sea ningún fundamento del ‘espíritu del pueblo’, ni tampoco estructura los modos de pensar de la gente. Al contrario, cabe pensar que todas las lenguas tienen más o menos los mismos patrones, y todos los seres humanos utilizan los mismos procesos de pensamiento. En ese caso, la lengua no sería más que un mero instrumento de comunicación, un aparato tecnológico.

Si, en efecto, la lengua es un aparato tecnológico, entonces cabe estimar a aquellas lenguas que cumplan funciones, y desechar a las lenguas que no cumplen ninguna función. Bajo este escenario, el árabe, el mandarín, el hindi, el inglés o el castellano son lenguas que deben ser privilegiadas, mientras que lenguas como el yukpa, barí o el añú, las cuales son habladas por un puñado de personas, deben eventualmente desaparecer, pues sencillamente habrán dejado de cumplir sus funciones.

En vez de comparar a las lenguas con las especies, las deberíamos comparar con los aparatos tecnológicos. En la sociedad del teléfono móvil y el internet, no tiene mucho sentido dirigir políticas y recursos financieros para preservar el uso del telégrafo. Más bien, los gobiernos deberían educar a los usuarios del telégrafo en el uso del internet. Pues, el internet es una tecnología que cumple muchísimas funciones, mientras que el telégrafo ya casi no cumple ninguna. Pues bien, de la misma manera, los gobiernos deberían dirigir esfuerzos educativos para que los hablantes de lenguas minoritarias asuman las lenguas mayoritarias.

Un pupilo de alguna tribu africana se beneficiaría más aprendiendo el mandarín o el inglés, que aprendiendo la lengua de sus ancestros. El inglés servirá para actividades de gran alcance como la ciencia, el comercio y la tecnología, mientras que la lengua de sus ancestros servirá para apenas comunicarse con un puñado de personas.

Bajo este escenario, a la humanidad le convendría mucho más una lengua común que la diversidad lingüística. Si todos hablásemos la misma lengua, podríamos comunicarnos mejor, y lograríamos más cosas. Quizás las guerras se acabarían. El comercio se incrementaría. Habría más colaboración entre científicos.

Por supuesto, queda la alternativa de postular que, podemos buscar una lengua común, a la par de que se preserve la diversidad lingüística. Bajo ese escenario, todos los ciudadanos del mundo hablarían una lengua global con propósitos para el comercio o la ciencia, pero a la vez, hablaría una lengua local para propósitos más cotidianos. Pues, no hay ningún impedimento psicológico para que una persona hable más de una lengua: de hecho, el hablar varias lenguas enriquece las habilidades mentales.

Ciertamente, no hay un impedimento psicológico para que una persona aprenda muchas lenguas a la vez. Pero, desde un punto de vista político, conviene preguntarse si vale la pena dirigir recursos a la preservación de lenguas que, sencillamente, no cumple ninguna función. Saber usar el telégrafo no impide saber usar el internet. Pero, ¿vale la pena preservar a toda costa el uso del telégrafo?

viernes, 17 de junio de 2011

35. ¿Podemos crear un lenguaje perfecto?


Los españoles creen que se entienden muy bien con los mexicanos, y éstos con los argentinos, pues a fin de cuentas, hablan el mismo lenguaje. Pero, a veces, algunas palabras son confusas. ‘Verga’, ‘bollo’, ‘pija’, ‘polla’ tienen en algunos lugares, como se sabe, un añadido semántico vulgar. De manera tal que, en ocasiones, ni siquiera es tan fácil que un español se entienda con un mexicano.

Esto revela que, si bien el lenguaje es un instrumento de comunicación óptimo, está muy lejos de ser perfecto. Ninguna de las lenguas que hoy existen está absolutamente libre de ambigüedades. Contrario a lo que se suele creer, incurrimos en estas ambigüedades casi a diario. Por ejemplo, cuando decimos, “Juan se bajó del caballo sin que se diera cuenta”, ¿quién no se dio cuenta? ¿Juan o el caballo? No es difícil comprender cómo los humoristas se han valido de estas ambigüedades para armar sus chistes.

Estas ambigüedades pueden hacernos reír. Pero, también pueden hacernos llorar. En vez de regocijarse por las imperfecciones del lenguaje, muchos filósofos se han lamentado de ello. Pues, quizás, muchos de los conflictos en el mundo se deben sencillamente a malentendidos entre las personas, los cuales proceden de la imperfección del lenguaje. A veces, por ejemplo, los políticos y militares tienen confrontaciones (a veces incluso armadas) respecto a qué significan las palabras ‘democracia’, ‘felicidad’, ‘guerra’, ‘tortura’, ‘socialismo’, etc. Quizás, si hubiese un lenguaje perfecto que erradicase las ambigüedades respecto a estas palabras, se conseguiría la paz mundial. Si se alcanza ese sueño, no sólo todos hablaríamos la misma lengua y podríamos comunicarnos, sino que, además, no habría lugar para las confusiones y los malentendidos.

Pero, ¿es alcanzable ese sueño? ¿Podemos crear un lenguaje perfecto? Quizás sí. El lenguaje que empleamos a diario, el lenguaje natural, (uno de los cuales estoy empleando en este momento para escribir estas líneas) no ha sido diseñado por nadie previamente. Sencillamente, el transcurrir histórico ha hecho que aparezcan algunas reglas, pero no han sido suficientemente bien diseñadas con antelación. En cambio, podríamos diseñar un lenguaje artificial que de antemano establezca reglas del lenguaje, de forma tal que se prevea que no haya espacio para las confusiones.

Así, se crearía un lenguaje con una estructura lógica que reflejara el mundo tal cual como es. Cuando surja alguna discusión (como por ejemplo, respecto a la ‘democracia’), sólo habría que deducir de dónde procede lógicamente esa palabra (en realidad, definirla como ‘gobierno del pueblo’ no es suficiente, pues queda sin precisar qué es ‘gobierno’, y qué es ‘pueblo’), y se lograría demostrar, como se hace en lógica y matemática, quién tiene la razón.

Este lenguaje artificial se formaría de la siguiente manera: se identificarían una serie de palabras que servirían como átomos que ya no pueden ser descompuestos. A partir de estas palabras atómicas, se combinarían lógicamente para formar nuevos conceptos. Nuestra lengua, por ejemplo, ya hace algo parecido. ‘Biología’ es una combinación de ‘bio’ (vida) y ‘logía’ (estudio). Pero, seguramente esas mismas palabras (‘vida’ y ‘estudio’) pueden ser aún más descompuestas hasta sus bases atómicas. Y, por supuesto, la mayor parte de las palabras prescinden de esas combinaciones lógicas. Es mucho más lógico hablar de ‘cronómetros’ (etimológicamente, ‘medidor del tiempo’) que de ‘relojes’, pero con todo, la gente prefiere usar la palabra ‘reloj’. Pues bien, el lenguaje perfecto se aseguraría de que todas las palabras se empleasen como combinación lógica de palabras atómicas.

En un inicio, este lenguaje perfecto sería preferiblemente escrito. Convendría mucho más emplear un sistema de escritura que representase conceptos directamente, en vez de sonidos; es decir, sería una escritura ideográfica (más parecida a la que emplean los chinos), y no propiamente fonética (el alfabeto que usamos). De ese modo, gente que habla distintas lenguas podría comunicarse mediante la escritura. Y, así, se buscarían símbolos sencillos para las palabras atómicas, y luego los combinaríamos para expresar los conceptos. Si lográremos ese objetivo, habremos alcanzado una lengua verdaderamente universal. Eventualmente, podríamos empezar a trasladar ese lenguaje perfecto, de la escritura al habla.

Los lenguajes con reglas perfectas serían fáciles de aprender, pues estarían diseñados con reglas lógicas que permitirían a una persona construir frases sin dificultad. No habría giros lingüísticos ni expresiones locales que deban aprenderse vivencialmente. Todo se derivaría de un gran algoritmo.

En el siglo XVII, algunos filósofos creyeron que un lenguaje así podría aprenderse en apenas un mes. Pero, probablemente todo esto sea una quimera. Construir (y, más aún, divulgar) un lenguaje artificial es muchísimo más difícil de lo que a primera vista resulta. Con todo, la informática depende en buena medida de estos lenguajes artificiales. Un error de ambigüedad en la programación de un ordenador puede resultar en terribles catástrofes. Por ello, damos órdenes a las máquinas en un lenguaje mucho más riguroso, pero también más limitado. En cambio, los humanos nos comunicamos entre nosotros con un lenguaje mucho más rico, pero mucho más confuso. Por ahora, seguiremos dudando qué quiso decir nuestro amigo cuando nos informó que “Juan bajó del caballo sin que se diera cuenta”.

miércoles, 1 de junio de 2011

34. ¿Todo es una construcción social?



Muchas veces asumimos que aquello que nos resulta común, viene dado por el orden natural de las cosas. Asumimos natural, por ejemplo, que debe conducirse por el lado derecho de la carretera. Asumimos que la mujer debe llevar falda, y el hombre pantalón. Asumimos que hay una frontera fija que divide a un país de otro.

Pero, si observamos con detenimiento, nos daremos cuenta de que estos hechos no proceden propiamente del orden natural de las cosas y que, de hecho, son inventos circunstanciales. En Inglaterra, se conduce del lado izquierdo. En Escocia, algunas mujeres llevan pantalón, y algunos hombres llevan falda. La frontera entre México y EE.UU. ha sido redibujada varias veces.

Así pues, muchas de las ideas en el mundo son construcciones sociales. Las llamamos ‘construcciones’ porque, como los edificios, han sido inventadas por el hombre; de hecho, no existían antes de que el hombre las concibiera. Y, son ‘sociales’, porque es la sociedad la que se encarga de hacerlas surgir. La sociedad ha llegado a la convención de que debemos guiarnos por ellas.

Ahora bien, podemos ser un poco más extremos y asumir que todas nuestras ideas son construcciones sociales. Y eso incluiría los conceptos de la ciencia, los cuales habitualmente consideramos muy seguros. Bajo esta manera de entender el mundo, no existe una realidad objetiva exterior la cual la ciencia pueda pretender describir. El mundo no está ahí afuera en espera de ser descubierto. Antes bien, la ciencia no descubre cosas, sino que las inventa.

Y, en ese sentido, los conceptos científicos no existen autónomamente, sino que han sido construidos socialmente, y son meras convenciones. Así, hoy es convencional asumir que la Tierra gira alrededor del sol, pero eso sería apenas una construcción social. En el siglo XV, lo convencional era asumir que el sol gira alrededor de la Tierra, y eso era también una construcción social. Al final, asumiríamos que la verdad es también una construcción social, y que como tal, no existe en pleno sentido. La distinción entre lo verdadero y lo falso es meramente circunstancial y momentánea, y así, algunas creencias son falsas en un contexto, y verdaderas en otro.

Con esto, enfatizaríamos que aquello que la ciencia promulga es apenas una convención social. Y, en ese sentido, la ciencia está determinada por las condiciones sociales que imperan. Bajo unas circunstancias sociales, se inventarán algunos conceptos científicos, y bajo otras circunstancias sociales, se inventarán otros conceptos científicos.

Esta manera de aproximarse a la ciencia tiene alguna plausibilidad. Pero, puede conducir a absurdos. Por ejemplo, podemos pensar en la hipótesis de que el antiguo faraón egipcio Ramsés II, pudo haber muerto de tuberculosis, pues en su tumba se descubrieron rastros biológicos de esta enfermedad. Pero, si asumimos que todo es una construcción social, entonces debemos admitir que Ramsés II no pudo haber muerto de tuberculosis, pues esta enfermedad no existía en aquella época.

Pues, el patógeno que causa la tuberculosis, el bacilo, fue postulado por Robert Koch en 1882. Antes de que Koch postulara la existencia del bacilo, éste no existía. Al asumir que todo es una construcción social, postularíamos que así como sería un anacronismo absurdo postular que Ramsés II murió por las heridas causadas por una metralleta, sería igualmente absurdo postular que murió de tuberculosis. En época de Ramsés II, las metralletas no existían; en época de Ramsés II la tuberculosis tampoco existía, y por ende, sería anacrónico sostener que el faraón murió de esta enfermedad.

No deberíamos tardar en comprender que, si asumimos que todo es una construcción social, terminaremos por defender cosas absurdas. Si todo es una construcción social, entonces la gravedad empezó a existir cuando a Newton le cayó la manzana en la cabeza, las especies empezaron a evolucionar cuando Darwin publicó El origen de las especies, el tiempo empezó a ser relativo con Einstein, la Tierra se empezó a mover con Copérnico, los genes empezaron a existir con Mendel. Y, así sucesivamente.

El principal problema en asumir que todo es una construcción social radica en confundir un descubrimiento con un invento. Es lamentable que la etimología latina no nos ayude mucho, pues ‘invenire’ (de ahí viene ‘invento’) significa ‘descubrir’. Pero, no debemos dejarnos guiar demasiado por la etimología, y debemos advertir la distinción entre un invento y un descubrimiento.

La metralleta es un invento, y en ese sentido, no existía en la época faraónica. Pues, en efecto, la metralleta es una construcción del hombre. Pero, el bacilo de la tuberculosis no es un invento. Robert Koch no lo inventó; sólo lo descubrió. El bacilo ya existía, a pesar de que nosotros no sabíamos que existía. Nosotros podemos tener el control sobre algunas cosas para empezar a existir (si no inventamos las metralletas, éstas no existirían), pero no todo. Hay una realidad que existe allá afuera, y que no depende de nuestro pensamiento. Si bien muchas cosas son construidas socialmente, hay cosas que existen independientemente de lo que nosotros pensemos sobre ellas.

jueves, 13 de enero de 2011

33. ¿Debo obedecer una ley injusta?


Cuenta una antigua crónica que un filósofo fue acusado de corromper a los jóvenes de la ciudad, y fue condenado a morir. Este filósofo era sumamente virtuoso, y su condena fue profundamente injusta. Afortunadamente, el filósofo tenía amigos adinerados, y éstos lograron sobornar a los guardias de la cárcel, para permitirle escapar. Todo estaba preparado para la fuga. No obstante, el filósofo rehusó escapar, y en vez, optó por recibir su condena valientemente.

Con todo, los amigos del filósofo trataron de persuadirlo de que se fugara. En primer lugar, era una oportunidad dorada para hacerlo. Y, si el filósofo no aprovechaba esa oportunidad, entonces ante la opinión de los demás, sus amigos quedarían muy desprestigiados. Pues, se sabría que los amigos tuvieron la oportunidad de financiar el soborno para salvar a su amigo, y con todo, no lo hicieron. Pero, el filósofo razonaba que no debe importarnos la opinión pública. Al final de cuentas, el vulgo muchas veces es ignorante, al punto de aprobar lo malo, y desaprobar lo bueno. Debe importarnos el deber moral, independientemente de lo que los demás opinen al respecto.

Los amigos también señalaban que, así como el filósofo recibió una condena injusta, no habría ningún daño en intentar escapar. Pero, el filósofo razonaba que, aun si quienes lo condenaron hicieron mal, ello no avala que una injusticia pueda responderse con otra injusticia. A juicio del filósofo, tenemos el deber de siempre hacer el bien, independientemente de que hayamos recibido un trato injusto.

Los amigos se empezaban a impacientar, y le señalaban al filósofo que, si no escapaba, su familia quedaría desamparada. Pero, el filósofo razonaba que, al escapar, probablemente su familia recibiría un peor trato. Pues, serían tratados como los familiares del traidor cobarde que huyó de la condena impuesta por el gobierno de la ciudad.

Pero, por encima de todo, el filósofo razonaba que el Estado había avalado el matrimonio de sus padres, y le había ofrecido educación y protección a lo largo de su vida. Además, el filósofo había aceptado tácitamente la legitimidad del Estado y sus leyes. Durante su vida, el filósofo tuvo la opción de marcharse a otro país, pero con todo, no lo hizo. Al quedarse en su país, el filósofo aceptaba ser regido por las leyes. Y, aun si éstas resultaban ser injustas, tenía la obligación moral de obedecerlas, pues él había aceptado vivir bajo ellas. No era sensato, estimaba, aceptar las leyes cuando le favorecían, y desobedecerlas cuando no le favorecían.

Bajo este razonamiento, sí debemos obedecer las leyes injustas. La clave del argumento está en que, al aceptar vivir en un Estado, tácitamente se están aceptando sus leyes, sin importar si éstas eventualmente resultan injustas. El convivir diariamente con la existencia de estas leyes presupone su aceptación.

La actitud de ese filósofo fue ciertamente admirable. De hecho, su manera de protestar frente a la injusticia de las leyes que se aplicaron en su contra, fue precisamente el aceptar su condena. Seguramente, si hubiera escapado, nos hubiésemos olvidado de este asunto. Pero, el hecho de que valientemente rehusó escapar sirvió el propósito de cuestionar las leyes que se aplicaron, y presumiblemente permitió que posteriormente esas leyes injustas fueran abolidas.

No obstante, si bien ese filósofo puede contar con nuestra admiración, no pareciera que estamos moralmente obligados a seguir su ejemplo. Resulta demasiado débil el argumento según el cual, puesto que no emigramos a otro país, tácitamente aceptamos las condiciones y leyes que ahí imperan. Quizás en la época de ese filósofo sí había posibilidad de abandonar un país y emigrar a otro a voluntad propia. Pero, hoy sabemos que la gran mayoría de las personas no cuentan con esa posibilidad. Millones de habitantes en el Tercer Mundo están en desacuerdo con las leyes de sus países, y preferirían ser regidos por las leyes de los países del Primer Mundo. Pero, desafortunadamente, los países del Primer Mundo no aceptan la inmigración de la mayoría de los habitantes del Tercer Mundo. Y, además, la decisión de emigrar a otro país con otras leyes, está severamente restringida por muchas condiciones que impiden los movimientos migratorios.

También es muy cuestionable que nunca debamos cometer una injusticia, independientemente de si hemos sido tratados injustamente. Bajo ese razonamiento, un país invadido nunca debería tratar de perjudicar al ejército invasor. Pero, esto resulta muy cuestionable. En circunstancias normales, no hay una justificación para perjudicar a otra persona. Pero, si esa persona es la responsable de una tremenda injusticia (como, por ejemplo, que un militar emita la orden de ejecución a un grupo de personas inocentes en un país invadido), entonces sí habría espacio para considerar que existe una justificación suficiente para intentar perjudicar al militar.

A lo largo de la historia ha habido un sinfín de leyes injustas. En Alemania, hubo leyes que decretaban la confiscación de la propiedad a los judíos, así como su persecución. En Sudáfrica, hubo leyes que decretaban la severa segregación racial. En Alemania, no hubo posibilidad de desobedecer esas leyes (tuvieron que ser abolidas gracias a la invasión extranjera), pero en Sudáfrica, fue precisamente el desacato lo que eventualmente permitió abolirlas. Es bastante plausible pensar que si esas leyes no hubiesen sido desobedecidas, hoy seguirían vigentes. El filósofo opinaba que la obediencia de las leyes injustas eventualmente podría conducir a su abolición, pero más bien parece lo contrario: la desobediencia de la ley injusta eventualmente presionará al tirano a abolirla.