jueves, 6 de enero de 2011

28. ¿Debe abolirse la familia?




Filósofos y no filósofos repiten hasta el cansancio la importancia de fortalecer la institución de la familia. No en vano, casi todos los gobiernos del mundo incluyen algún ministerio dedicado a la protección de la familia. Y, desde hace mucho tiempo, se ha dicho que la familia es la célula básica de la sociedad. Por ello, para que una sociedad encuentre felicidad, la institución de la familia debe estar en buenas condiciones.

Sin embargo, hay espacio para dudar de esto. Quizás la familia genere más daños que beneficios, en cuyo caso, sería necesario plantearse su abolición a favor de otras formas de organización social e instituciones que asuman sus funciones.

La división del trabajo ha demostrado ser una estrategia necesaria para la eficiencia de las labores. Cuando un grupo de personas se especializa en un oficio, su rendimiento es mucho más óptimo. Pues bien, quizás convenga asignar a un grupo especializado que se encargue de las labores que tradicionalmente han correspondido a la familia. De hecho, esto ha sucedido cada vez más. Antaño, la educación y la salud de los niños estaban en manos de la familia; hoy también están en manos de maestros y médicos profesionales. Pero, podemos considerar la posibilidad de ir aún más lejos: todas las funciones de crianza, desde dormir a los niños hasta jugar con ellos, podrían ser asumidas por profesionales especializados en esa labor, y de esa manera, se permitiría a los padres desocuparse de sus labores familiares, y concentrarse más en su propia especialización laboral.

Hay otros motivos para oponerse a la institución de la familia. Si, como muchas personas pretenden, nuestra aspiración ha de ser una sociedad libre de clases sociales, en la cual impere una absoluta igualdad entre las personas, entonces parece inevitable que la familia debe ser abolida. Una sociedad sin clases y absolutamente igualitaria promovería la inclusión social en todos los niveles, y haría desaparecer los privilegios de un selecto grupo de personas. Pero, la familia es precisamente una institución que promueve la exclusión social. La familia impone una distinción entre miembros y extraños. Mediante la vida en familia, el niño aprende a discriminar entre familiares y no familiares, y desde muy temprano se le incentiva la idea de que debe ofrecer un trato privilegiado a sus familiares por encima de las personas que no son sus familiares.

De hecho, esta exclusión social aprendida en la infancia mediante la institución de la familia se extiende hasta la edad adulta. Virtualmente ningún padre estaría dispuesto a ofrecer la misma cantidad de regalos a los huérfanos que a sus propios hijos; y en caso de que así lo hiciere, sería severamente censurado por las convenciones sociales.

Incluso si no aspiramos a una sociedad absolutamente igualitaria (pues estimamos que es necesario conservar desigualdades sociales en función de los méritos de cada quien), la familia sigue presentando problemas, pues el trato que reciben los familiares difícilmente sigue un patrón meritocrático. Supongamos que el médico merece una mejor posición social y económica que el barrendero, pues el primero ejerce una profesión para la cual se tuvo que preparar con muchos años de estudio y esfuerzo, mientras que el segundo ejerce un oficio que no requiere demasiada preparación. En ese caso, no objetaríamos que el médico goce de privilegios negados al barrendero. Pero, ¿qué hay de sus hijos? Presumiblemente, el hijo del médico gozará de privilegios (originalmente concedidos a su padre) que serán negados al hijo del barrendero. Podemos conceder que el médico tiene méritos que el barrendero carece, pero, ¿tiene más mérito ser hijo de médico que ser hijo de barrendero?

Para evitar estas injusticias, la abolición de la familia sería una alternativa. Al nacer, los niños serían entregados a profesionales de la crianza, y no desarrollarían lazos especiales con sus padres biológicos. Esto evitaría la proliferación de privilegios privados. En tanto ya no serían grupos privados, sino el mismo Estado o comunidad quien se encargaría de criar y educar a los niños, las diferencias sociales que emergen del seno de la institución de la familia quedarían abolidas. Y, al ser criado junto a un enorme número de niños, y no contar con un padre o madre en particular, el niño iría perdiendo la valoración de la propiedad privada. En una sociedad como ésa, todo sería de todos, incluso los niños.

Probablemente todo esto nos resulte chocante. Pero, es necesario apreciar que, quienes desean forjar una sociedad comunista en donde quede abolida la propiedad privada y se imponga una absoluta igualdad, deben estar preparados para asumir la abolición de la familia. De hecho, muchos comunistas así lo han asumido, y en defensa de su propuesta de abolición de la familia, han argumentado que la familia es un artificio de las sociedades que valoran la propiedad privada y la desigualdad social. Según esta hipótesis, el hombre prehistórico no tenía hijos y esposas en particular; antes bien, convivía en una horda promiscua en la cual todos los adultos eran esposos entre sí, y todos los adultos servían de padres y madres de todos los niños.

En realidad, esta reconstrucción histórica es muy dudosa. La familia es una institución universal, y jamás se ha conseguido una sociedad en la cual todos los adultos sean esposos entre sí, y todos funjan como padres de todos los niños. Por ello, pretender abolir la familia sería un trago demasiado grueso, pues pretendería erradicar una institución intrínseca a la naturaleza humana. No deja de ser cierto que la familia genera exclusión y desigualdades. Pero, es prudente aseverar que la familia resuelve más problemas de los que genera. Los niños necesitan la atención cariñosa de unos padres específicos, función que la cara anónima del Estado no está capacitada para desempeñar.

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