jueves, 30 de diciembre de 2010

24. ¿Hay una distinción entre la mente y el cuerpo?




Si tuviésemos que describir a Stalin, lo haríamos de la siguiente manera: era de estatura promedio, tenía piel blanca y cabello marrón, y llevaba un bigote grueso. Esa descripción puede servir para algunos propósitos, pero presumiblemente, quien solicita la descripción de Stalin querrá saber algo sobre su carácter. Pues bien: tenía tendencias maníaco-depresivas, era autoritario, fue artífice del totalitarismo soviético, etc.

Con esto, hemos hecho una doble descripción de Stalin. Por una parte, hemos ofrecido una descripción de sus características físicas. Pero, además de ello, hemos hecho una descripción de sus características mentales. No es cosa fácil definir a la mente, pero esta doble descripción nos conduce a al menos admitir que la mente es una sustancia inmaterial; en otras palabras, una cosa que acompaña pero que a la vez está separada del cuerpo.

La mente de Stalin está constituida por sus pensamientos comunistas, sus tendencias autoritarias y sus temores paranoicos. Por su parte, el cuerpo de Stalin está constituido por la piel blanca, el cabello oscuro y el bigote grueso. Las características físicas de Stalin son ubicables en el espacio y el tiempo, y pueden ser aprehendidas por los sentidos de la percepción. Podemos ver, tocar y oler el cuerpo de Stalin. No podemos hacer lo mismo con su mente. No podemos tocar, ver u oler el carácter autoritario de Stalin, ni tampoco sus temores paranoicos.

Así, pareciera que, no sólo en Stalin, sino en todas las personas, si bien cuerpo y mente interactúan constantemente, son dos sustancias separadas. Y, en función de eso, aparentemente al menos podemos aceptar que la mente no es una sustancia física. Incluso, en tanto la mente es distinta al cuerpo, quizás con la muerte del cuerpo, la mente puede seguir existiendo. Eso nos ofrecería alguna esperanza para una vida después de la muerte.

Pero, hay espacio también para argumentar lo contrario. La mente podría ser sencillamente aquello que surge cuando las neuronas del cerebro se organizan de una manera específica. Quizás la mente no sea exactamente idéntica a la mente, pero al menos depende del cerebro para poder existir. La digestión no es exactamente lo mismo que el estómago. Pero, en tanto la digestión es una función del estómago, no puede haber digestión sin estómago. Pues bien, quizás lo mismo aplique a la mente: a lo sumo, la mente sería una función del cerebro, pero no una sustancia aparte. Si esto es así, entonces no habría una distinción pertinente entre la mente y el cuerpo.

No obstante, podemos considerar algunos argumentos a favor de la idea de que la mente y el cuerpo son dos sustancias distintas. En primer lugar, podríamos imaginar que existimos sin cuerpo, pero que con todo, pensamos. El ejercicio de imaginación sería algo así: me levanto en la mañana, y me acerco al espejo, pero al contemplarlo, no veo mi imagen. Trato de tocar mi cara, y no la encuentro. Así, mi cuerpo no existiría, pero mi mente sí seguiría existiendo, pues en efecto, pienso muchas cosas a medida que tengo esta bizarra experiencia.

Ahora bien, si la mente y el cuerpo fueran la misma sustancia, no sería posible imaginarme una sin imaginarme el otro. Todo cuanto es imaginable es posible, y si es posible que la mente exista sin el cuerpo, entonces la mente no es idéntica al cuerpo. Si dos cosas son idénticas, al observar o imaginar una, inmediatamente imagino u observo la otra. Pero, el hecho de que puedo imaginar que mi mente existe y que a la vez mi cuerpo no existe, es suficiente como para concluir que la mente y el cuerpo son dos cosas distintas.

Este argumento es muy llamativo, pero no deja de presentar algunas dificultades. Quizás no necesariamente todo cuanto es imaginable es posible. O, en todo caso, quizás realmente no pueda imaginarme una mente sin cuerpo, a pesar de la apariencia de que sí puedo (¿cómo, por ejemplo, podría ver sin ojos?).

Podríamos insistir en que la mente es distinta al cuerpo si logramos encontrar alguna diferencia entre esas dos cosas. Sabemos que dos cosas son idénticas si todo cuanto predicamos de una, lo podemos predicar de la otra. En este sentido, si podemos predicar algo de la mente, que no podamos predicar del cuerpo (o viceversa), entonces la mente y el cuerpo no son lo mismo.

Por ejemplo, puedo someter a duda que mi cuerpo existe. Quizás, un genio maligno me hace creer que tengo un cuerpo, cuando en realidad no lo tengo. De hecho, puedo dudar de todo, menos de que tengo una mente (es decir, de que estoy pensando). Pues, en tanto dudo, pienso. Así, si puedo dudar de que mi cuerpo existe, pero no puedo dudar de que mi mente existe, entonces la mente y el cuerpo no son la misma cosa.

Este argumento también es muy ingenioso. Pero, lo mismo que el anterior, presenta alguna dificultad. No es del todo claro que el encontrar una aparente diferencia entre dos cosas inmediatamente las haga distintas. Consideremos este ejemplo: un hombre enmascarado roba un banco. Un testigo afirma que vio al hombre enmascarado robar el banco. La policía tiene sospechas de que el padre del testigo robó el banco; pero el testigo insiste en que él no vio a su padre robar el banco. Sería absurdo concluir que el padre del testigo no es el mismo que el hombre enmascarado, en tanto el testigo no vio al primero pero sí vio al segundo robar el banco. Quizás el padre del testigo era el hombre enmascarado sin que su propio hijo lo supiese. Pues bien, lo mismo debe extenderse a la identidad entre la mente y el cerebro: el hecho de que se predique algo sobre la mente, que no puede ser predicado sobre el cuerpo no establece inmediatamente una distinción entre ellas. Eso no implica que la mente no sea distinta al cuerpo, pero para abrazar la postura de que mente y cuerpo son dos sustancias apartes, será necesario buscar otras razones.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

23. ¿Cómo un objeto sigue siendo el mismo?




Cuenta una antigua leyenda que, tras una heroica hazaña, un guerrero regresó a su patria. En honor a la hazaña, sus compatriotas decidieron conservar en el muelle el barco en el cual regresó. Algunas generaciones pasaron y el banco se mantuvo intacto. Pero, con el paso del tiempo, sus piezas se empezaron a deteriorar. Para enfrentar este problema, quienes se encargaban de mantener el barco decidieron sustituir algunas piezas. La sustitución de las piezas fue muy gradual. El primer año se sustituyó parte de la proa. El siguiente año, se sustituyeron algunos remos. Luego, parte de la popa. Y así sucesivamente.

Llegó un momento, no obstante, en que todas las piezas del barco habían sido sustituidas. Los habitantes de aquel país no tenían problema en asumir que ellos conservaban el barco original de su héroe guerrero, pero algunas personas de mente inquieta razonaban que, si el barco en cuestión no tenía ya ninguna de las piezas originales, entonces ya no era el barco en el cual regresó su héroe guerrero.

Esta cuestión nos lleva a preguntar: ¿cómo un objeto sigue siendo el mismo? La intuición más común es aceptar que el barco sigue siendo el mismo, siempre y cuando se cumplan algunas condiciones. De forma general, puede apelarse a la conservación de la forma: aun si la totalidad de las piezas originales han sido reemplazadas, el barco podrá seguir siendo el mismo si las nuevas piezas están organizadas de manera tal que se conserve la forma del barco.

El barco tiene una forma en particular, definida por su dimensión, su diseño, la organización de sus partes, etc. Si, en el reemplazo de las partes, se conservan los mismos atributos que sirven como definitorios de la forma, entonces, podríamos afirmar que sigue siendo el mismo barco. Si, por el contrario, se conserva la materia, pero se altera la forma, entonces ya no podríamos afirmar que se trata del mismo barco. Por ejemplo, podría desmantelarse el barco, y con las mismas piezas, podría construirse una cabaña. Así, estaríamos en presencia de una cabaña hecha con las mismas piezas que constituían el barco original. ¿Sería esa cabaña idéntica al barco? Nos resulta obvio que no, y el criterio para esta respuesta es sencillo: si bien se conservó la materia, no se conservó la forma. La cabaña está hecha de las mismas piezas, pero están organizadas con otra forma.

No obstante, amerita cuestionarse si el barco podría resistir algunos cambios en su forma, y seguir siendo el mismo. Supongamos que al reemplazar la proa, la nueva pieza sea ligeramente más grande, y quizás su diseño sea ligeramente diferente al anterior. O, supongamos que, al reemplazar los remos, los nuevos remos cuentan con alguna decoración que los antiguos remos no tenían. ¿Seguiría siendo el mismo barco? Parece que sí: una pequeña alteración en el volumen de la proa, o en la decoración de los remos no sería suficiente como para aseverar que ya no estamos en presencia del mismo barco. Ciertamente éstas serían transformaciones en la forma del barco, pero no serían suficientes para alterar su identidad.

Pero, ¿qué ocurre cuando estas transformaciones formales se acumulan? Supongamos que cada vez que se reemplaza una pieza, se implanta una nueva pieza con una forma ligeramente diferente en forma a la anterior. Esto podría propiciar que, con estas transformaciones, eventualmente el barco en cuestión cambie significativamente su aspecto. Si bien muchos cambios formales no parecen ser suficientes como para alterar la identidad del barco, la acumulación de esos cambios sí parece ser suficiente como para alterar su identidad. Pero, la dificultad surge cuando intentamos señalar en qué momento preciso el barco en cuestión dejó de existir y se convirtió en otro barco.

Una leve transformación de forma no altera la identidad del barco; pero diez millones de transformaciones de forma (aun si son leves) sí podrían alterar la identidad del barco. Pero, si una leve transformación de forma no altera la identidad, entonces dos transformaciones leves tampoco alterarán la identidad. Tampoco tres, o cuatro… y así hasta las diez millones de transformaciones. Con todo, es absurdo pensar que diez millones de transformaciones de forma no podrían alterar la identidad del barco.

Además, no es del todo seguro que el conservar la forma garantice la continuidad de la existencia del mismo barco. Supongamos que, a medida que se van reemplazando las piezas originales del barco, algún capitán fuera almacenando las antiguas piezas en un galpón. Y, una vez que todas las piezas originales del barco fueran reemplazadas, el capitán decide ensamblar las piezas originales en exactamente la misma forma que el barco original. Así, habría dos barcos: uno con las piezas modificadas gradualmente y sin alterar la forma del barco; otro con las piezas originales organizadas en la misma forma del barco. ¿Cuál de los dos sería el barco original?

Hasta ahora, habríamos admitido que el barco con las piezas reemplazadas podría seguir siendo el barco original. Pero, ahora estaríamos en presencia de un barco con la misma materia y la misma forma que el barco original. Ambos no pueden ser el barco original. Cualquier respuesta que intente ofrecerse a estos enigmas será sólo tentativa. El problema de la identidad y el cambio sigue siendo bastante misterioso entre filósofos.

22. ¿Por qué debo ser moral?




Cuenta una antigua leyenda que un pastor se encontró un anillo mágico. Este anillo permitía ser invisible a quien se lo colocase. El pastor se lo colocó y, en efecto, se volvió invisible. Al no ser visto por nadie, empezó a hacer travesuras. Primero, estuvo escuchando una conversación entre sus amigos, con el fin de averiguar si chismorreaban sobre él en su aparente ausencia. Pero, luego, las travesuras se volvieron más graves. Empezó a observar desnuda a la reina, y eventualmente mató al rey para después casarse con la reina.
Este pastor tenía una conducta moral ejemplar antes de encontrarse el anillo. Pero, al hacerse invisible, vio la oportunidad de hacer acciones inmorales sin que nadie lo castigase. El anillo, en otras palabras, quitó freno a su inmoralidad. Si alguna vez nos encontráremos con un anillo como ése, ¿seguiríamos siendo morales? Si podemos robar, matar y hacer todo cuanto nos plazca, a fin de satisfacer nuestros deseos, sin el menor riesgo de ser castigados, ¿lo haríamos?
Sabemos bastante bien que robar, matar y mentir es inmoral. Pero, en todo esto surge una pregunta más profunda: ¿por qué robar, mentir y matar es malo? ¿Cuál es la justificación de la moral? ¿Por qué debo ser moral? Al hacerse invisible, el pastor no encontró motivo para ser moral. Si, haga lo que haga, siempre podrá salirse con la suya, entonces según su razonamiento, no parece haber motivo para colocar freno a la satisfacción de sus deseos, incluso si eso va en detrimento del bienestar de los demás.

Pareciera, pues, que el único motivo por el cual el hombre es moral se debe a la vigilancia de algún policía. Al quitar esa vigilancia y la amenaza de castigo frente a la infracción, la moralidad colapsa. Por supuesto, no hay ninguna policía que tenga la capacidad de vigilar cada una de las acciones humanas; ni siquiera el más totalitario de los Estados lo lograría. Pero, precisamente en función de eso, algunas personas consideran que, para salvaguardar la moral, es necesaria la existencia de Dios. Dios siempre actúa como el policía que vigila nuestras acciones, y es precisamente su existencia lo que nos disuade de robar, mentir y matar. Para estas personas, el motivo para ser moral es el temor al castigo divino.
No obstante, quizás podamos buscar otras razones para ser morales, sin necesidad de apelar a Dios. La primera de ellas es que está en nuestra propia conveniencia ser morales. Los seres humanos somos interdependientes, y para poder alcanzar cierto nivel de bienestar, necesitamos la cooperación de los demás. Por ello, conviene ser bueno con los demás para que, eventualmente, los demás sean buenos con nosotros. Algunas personas han asumido que el interés propio está en conflicto con el interés de los demás, pero esto dista de ser evidente. Antes bien, una persona racional viene a comprender que, para alcanzar el bienestar personal, es necesario que los demás también alcancen bienestar. Al menos en la especie humana, la satisfacción personal parece más ajustada a la simbiosis que a la depredación y el parasitismo.
Entre los seres humanos hay mucho desacuerdo respecto a qué es lo bueno. Pero, hay al menos consenso universal sobre un mandato elemental: trata a los demás como quieres que los demás te traten. Este mandato recapitula la necesidad que tenemos de vivir en comunidad para satisfacer nuestras necesidades. Si soy inmoral con los demás, eventualmente los demás serán inmorales conmigo, y eso me perjudicará.
Por supuesto, no hay plena garantía de que el ser bueno con los demás asegurará que los demás serán buenos conmigo. Mucha gente ha llevado vidas virtuosas, y ha recibido maltrato de los demás; y mucha gente ha llevado vidas viciosas, y ha recibido un buen trato de los demás.
Pero, el ser bueno con los demás aumenta las probabilidades de que los demás sean buenos con nosotros. Ciertamente existe la posibilidad de ser inmoral y no salir perjudicados, pero la probabilidad está en contra de ello. Lo más conveniente es no arriesgarse.
O, incluso, debemos hacer el bien porque con ello sentimos placer. Es cierto que algunas personas en el mundo gozan con el sufrimiento ajeno. Pero, la vasta mayoría de nosotros nos sentimos mal después de realizar una acción inmoral. De hecho, algunos científicos han estudiado cómo las zonas de placer en el cerebro se activan cuando hacemos una buena acción. Pues bien, si hacer el bien genera satisfacción y placer, entonces he ahí otro motivo para ser morales.
Por otra parte, quizás debamos prescindir del cálculo de beneficios en las acciones morales, y debamos asumir que la principal justificación para ser moral es porque, sencillamente, es nuestro deber. No necesitamos de un policía, o de la consecución del bienestar propio, para justificar la moralidad. Debemos hacer el bien precisamente porque corresponde a nuestra naturaleza como seres morales. Ciertamente hacer el bien nos ayudará a vivir mejor, pero aun en el caso de que eso no fuere así, tenemos un deber que cumplir.
Por último, quizás la pregunta “¿por qué debo ser moral?” esté mal planteada, en el sentido de que la acción moral no necesita justificación. Diariamente asumimos cuestiones que no necesitan justificación. No podemos justificar, por ejemplo, nuestra creencia de que no es posible que el cielo sea azul y a la vez no sea azul. Esto resulta axiomático. Un axioma es aquella creencia evidente por sí sola, pero que no es justificada. Pues bien, quizás la moral repose sobre algunos axiomas. Quizás no podamos demostrar por qué robar, matar o mentir sea malo, pero es evidente que sí lo es.

martes, 28 de diciembre de 2010

21. ¿Cuáles son los límites del placer?

Una persona racional tiene suma dificultad en comprender las prácticas ascéticas. Hoy abundan personas que cumplen promesas caminando enormes distancias arrodillados, o se rehúsan a sentarse en el autobús, aun cuando hay plenitud de asientos desocupados. En la Edad Media, actitudes como éstas fueron aún más prominentes. Hubo una secta, los flagelantes, quienes se mortificaban con sendos latigazos sobre sus espaldas.

En ocasiones, la mortificación persigue un objetivo. Los flagelantes se castigaban con la intención de que, con su sufrimiento, Dios aplacaría las desgracias procedentes de la peste bubónica. Afortunadamente, masoquistas como éstos cada vez quedan menos en nuestra época. La mayor parte de las personas trata de disfrutar la buena vida, y busca evitar el dolor.

Probablemente debido a la influencia de la religión cristiana, en nuestra civilización se ha cultivado la idea de que la búsqueda del placer, o es mala, o al menos, no debe ser el único fin de nuestras vidas. Pero, en realidad, nunca se han ofrecido buenos argumentos para refutar la postura según la cual, lo bueno es idéntico a la búsqueda del placer y la felicidad. De hecho, todo aquel que postula que buscar el placer y la felicidad no sea el objetivo de nuestras vidas, se acerca a ser un masoquista que quiere que los demás vivan mortificados como él. Conviene alejarse de esas personas.

El ‘hedonismo’, la postura según la cual los seres humanos debemos buscar el placer, ha sido una de las doctrinas más injustamente atacadas o malentendidas en la historia de la filosofía. No deja de ser cierto que la búsqueda desenfrenada del placer resulta perjudicial. Si, en mis ansias por beber vino, me emborracho, la resaca del día siguiente me perjudicará. Pero, precisamente el motivo para no satisfacer el deseo inmediato de emborracharme es evitar el malestar del día siguiente.

Por ello, el buen hedonista hace un cálculo de los placeres que busca satisfacer. Si la satisfacción de un placer eventualmente conduce a un sufrimiento mayor, entonces el hedonista tiene plena justificación para no satisfacer ese deseo. De hecho, esto permite la acción moral hacia los demás. La mayoría de nosotros sentimos placer al hacer buenas acciones. En algún momento podemos sentir el deseo de apropiarnos de una pertenencia ajena, pero al calcular las consecuencias de ese acto, comprenderemos que, a la larga, nos sentiremos muy mal por ello (sea por nuestro estado de culpa, por el temor a ser castigados, o por el sufrimiento de la víctima).

Y, de la misma manera, el buen hedonista también considera que algunos sufrimientos son convenientes. Hacer ejercicio físico genera fatiga, dolor y cansancio, pero el hedonista comprende que este sufrimiento en realidad persigue el placer mayor de sentirse en buena condición física. Ayudar a los necesitados seguramente genera molestias momentáneas, pero a la larga, el hedonista sabe que esta acción contribuye a su propio prestigio y a contribuir a la amistad con sus beneficiados, de manera tal que esa molesta momentánea también persigue un placer de mayor envergadura.

En ese sentido, es comprensible cómo el hedonista no evade algunos sufrimientos, siempre y cuando éstos conduzcan a un placer mayor. El caminar arrodillado o el flagelarse no sirven para traer ningún placer, y por ende, estas prácticas son reprochables. El hedonista está dispuesto a sufrir un poco, pero al final, su meta es la consecución del placer. Ésta parece una manera muy conveniente de vivir. Es hora de admitir que la búsqueda del placer gobierna y debe gobernar nuestras vidas.

Pero, quizás la búsqueda del placer no sea el propósito rector nuestras vidas. Supongamos que se inventa una máquina que garantiza experiencias virtuales sumamente placenteras, y que a la vez, esta máquina elimina nuestras experiencias dolorosas en ese mundo virtual. Si decidimos entrar en esta máquina, en nuestro mundo virtual no habría hambre, enfermedades, guerras o catástrofes. Además, perderíamos los kilitos de más, jugaríamos golf, tendríamos una bella y amorosa esposa, beberíamos cocteles, nuestros amigos y familiares nunca morirían, etc. Así, tendríamos la experiencia de llevar una vida sumamente placentera, pero ésta no sería real. Nuestro cuerpo estaría dentro de una máquina que manipula nuestro cerebro para hacernos tener sensaciones placenteras.

¿Sería conveniente entrar en esa máquina? Pareciera que no. Aparentemente, es preferible una vida miserable pero real, que una vida placentera pero virtual. Frente a un escenario hipotético como éste, mucha gente ya no está tan dispuesta a abrazar el hedonismo. La negativa a entrar en la máquina en cuestión parece revelar que la búsqueda de placer no es el único propósito en nuestras vidas. Quizás, sean más importantes otras cuestiones, como por ejemplo, el vivir realmente o no. El placer tiene límites. El primero, como hemos visto, es la postergación de placeres menores para conseguir placeres mayores. Pero, además, encontramos el límite derivado de la necesidad de evitar el mundo de ilusiones y conservar la realidad de nuestras vidas.

lunes, 27 de diciembre de 2010

20. ¿Hay suerte en la moral?



Resulta bastante elemental que estemos dispuestos a admirar a una mujer que dedicó su vida a atender a los enfermos, construyó hospitales para su cuidado, y buscó el bienestar propio y de los demás; y a la vez, estamos dispuestos a reprochar severamente a militar que ordenó el genocidio de seis millones de personas, saqueó otros países y ocasionó una guerra mundial. Las acciones de la primera son profundamente morales, las acciones del segundo son profundamente inmorales.

Por otra parte, no estamos dispuestos a establecer una gran distinción moral entre una persona que compra un billete de lotería y gana el premio mayor, y una persona que compra un billete de lotería pero no gana nada. Aun en el caso de que a la persona que gane el premio mayor se le descuente alguna porción destinada a impuestos, y con éstos se construyan muchos hospitales, existe una gran diferencia entre la mujer que dedica su vida a atender a los enfermos, y el hombre que gana la lotería y, con los impuestos derivados de su premio, se construyen hospitales.

Parece que no hay una verdadera acción moral (tampoco inmoral) en el hombre que gana la lotería, pues sencillamente, tuvo suerte. La moral, parece, trasciende a la mera suerte. Un requisito para la moralidad de una acción es que proceda del esfuerzo y la voluntad de quien la realiza. Así, aun si el ganar la lotería trae consecuencias beneficiosas para muchas personas, eso no es suficiente para merecer nuestra admiración, pues realmente no hay ningún esfuerzo en ello. Merecen admiración aquellos actos morales que no son meramente fortuitos.

Pero, quizás haya que reconsiderar esto, pues pareciera que, después de todo, en la moral sí hay un inmenso espacio para la suerte. Hay alta probabilidad de que la mujer que se dedicó a cuidar enfermos procediera de un hogar amoroso, en el cual se le inculcó desde niña el valor de las acciones morales. También hay alta probabilidad de que el militar que ordenó el genocidio de millones de personas, procediera de una familia disfuncional abusiva que terminó por sembrar en él el resentimiento y el odio hacia los demás. La mujer en cuestión tuvo la buena suerte de haberse encontrado con condiciones constitutivas que la condujeran a emprender acciones morales, mientras que el militar en cuestión tuvo la mala de suerte de encontrarse con condiciones constitutivas que lo condujeron a emprender acciones inmorales.

La suerte también puede alterar otros aspectos de la moralidad. Las circunstancias que influyen sobre la moralidad de los actos pueden resultar azarosas. Por ejemplo, un joven vive en el oeste de la ciudad, entra en una pandilla de criminales del barrio, y termina cometiendo un asesinato. Pero, si la familia de ese joven hubiese vivido en el este de la ciudad, quizás el joven nunca hubiese conocido a los miembros de la pandilla, y nunca hubiera cometido el asesinato. El joven asesino tuvo la mala suerte de haberse encontrado con unas circunstancias que influyeron decisivamente sobre su decisión de cometer un acto criminal.

Incluso, la suerte ocupa un lugar considerable en los resultados de las acciones que, al final, juzgamos como morales o inmorales. Por ejemplo, un hombre que, al conducir ebrio un automóvil se excede en velocidad y atropella a un peatón es muchísimo más reprochable que un conductor ebrio que se excede en velocidad, pero afortunadamente no atropella a nadie. Pero, ¿acaso no hay un elemento de suerte en todo esto? Claramente, el hombre que sí atropelló al peatón tuvo mala suerte, mientras que el hombre que no atropelló al peatón fue más afortunado. ¿Puede ser la suerte un factor suficiente como para marcar la diferencia entre enviar a un hombre a la cárcel y absolver al otro?

Si, como ahora parece, la suerte desempeña un papel bastante prominente en la moralidad de las acciones, entonces parece necesario reconsiderar la mayor parte de lo que hasta ahora consideramos moral. Quizás Hitler no fue tan monstruoso, y quizás la madre Teresa de Calculta no fue tan digna de nuestra admiración. Antes bien, la madre Teresa pareció contar con una suerte que Hitler no tuvo.

En función de la existencia de la suerte moral, tenemos la tentación de suspender todo juicio moral. Según ahora parece, nadie merece alabanzas o reproches, pues sencillamente no hay mérito o desmérito en hacer algo dictado por el azar de las condiciones. Pero, no deberíamos llevar esto tan lejos. Quizás podamos aceptar que el hecho de que una acción se vea afectada por circunstancias azarosas, no suprime la libertad de quien emprende esa acción. Ciertamente las malas amistades del joven criminal influyeron sobre su decisión, pero no por ello perdió por completo su libre albedrío.

Quizás sea necesario evaluar la moral, no a partir de los actos, sino de la virtud de carácter de las personas. El conductor ebrio que atropella a un peatón nos resulta más inmoral que el conductor ebrio que no atropella a nadie, porque los actos del primero fueron más devastadores que los actos del segundo. Pero, si en vez de considerar los actos, consideramos los caracteres de las personas, entonces habremos mitigado un poco la arbitrariedad de la suerte en la moral. No obstante, persiste el problema de que los caracteres de las personas son en gran medida moldeados por circunstancias que escapan a su control.