martes, 28 de diciembre de 2010

21. ¿Cuáles son los límites del placer?

Una persona racional tiene suma dificultad en comprender las prácticas ascéticas. Hoy abundan personas que cumplen promesas caminando enormes distancias arrodillados, o se rehúsan a sentarse en el autobús, aun cuando hay plenitud de asientos desocupados. En la Edad Media, actitudes como éstas fueron aún más prominentes. Hubo una secta, los flagelantes, quienes se mortificaban con sendos latigazos sobre sus espaldas.

En ocasiones, la mortificación persigue un objetivo. Los flagelantes se castigaban con la intención de que, con su sufrimiento, Dios aplacaría las desgracias procedentes de la peste bubónica. Afortunadamente, masoquistas como éstos cada vez quedan menos en nuestra época. La mayor parte de las personas trata de disfrutar la buena vida, y busca evitar el dolor.

Probablemente debido a la influencia de la religión cristiana, en nuestra civilización se ha cultivado la idea de que la búsqueda del placer, o es mala, o al menos, no debe ser el único fin de nuestras vidas. Pero, en realidad, nunca se han ofrecido buenos argumentos para refutar la postura según la cual, lo bueno es idéntico a la búsqueda del placer y la felicidad. De hecho, todo aquel que postula que buscar el placer y la felicidad no sea el objetivo de nuestras vidas, se acerca a ser un masoquista que quiere que los demás vivan mortificados como él. Conviene alejarse de esas personas.

El ‘hedonismo’, la postura según la cual los seres humanos debemos buscar el placer, ha sido una de las doctrinas más injustamente atacadas o malentendidas en la historia de la filosofía. No deja de ser cierto que la búsqueda desenfrenada del placer resulta perjudicial. Si, en mis ansias por beber vino, me emborracho, la resaca del día siguiente me perjudicará. Pero, precisamente el motivo para no satisfacer el deseo inmediato de emborracharme es evitar el malestar del día siguiente.

Por ello, el buen hedonista hace un cálculo de los placeres que busca satisfacer. Si la satisfacción de un placer eventualmente conduce a un sufrimiento mayor, entonces el hedonista tiene plena justificación para no satisfacer ese deseo. De hecho, esto permite la acción moral hacia los demás. La mayoría de nosotros sentimos placer al hacer buenas acciones. En algún momento podemos sentir el deseo de apropiarnos de una pertenencia ajena, pero al calcular las consecuencias de ese acto, comprenderemos que, a la larga, nos sentiremos muy mal por ello (sea por nuestro estado de culpa, por el temor a ser castigados, o por el sufrimiento de la víctima).

Y, de la misma manera, el buen hedonista también considera que algunos sufrimientos son convenientes. Hacer ejercicio físico genera fatiga, dolor y cansancio, pero el hedonista comprende que este sufrimiento en realidad persigue el placer mayor de sentirse en buena condición física. Ayudar a los necesitados seguramente genera molestias momentáneas, pero a la larga, el hedonista sabe que esta acción contribuye a su propio prestigio y a contribuir a la amistad con sus beneficiados, de manera tal que esa molesta momentánea también persigue un placer de mayor envergadura.

En ese sentido, es comprensible cómo el hedonista no evade algunos sufrimientos, siempre y cuando éstos conduzcan a un placer mayor. El caminar arrodillado o el flagelarse no sirven para traer ningún placer, y por ende, estas prácticas son reprochables. El hedonista está dispuesto a sufrir un poco, pero al final, su meta es la consecución del placer. Ésta parece una manera muy conveniente de vivir. Es hora de admitir que la búsqueda del placer gobierna y debe gobernar nuestras vidas.

Pero, quizás la búsqueda del placer no sea el propósito rector nuestras vidas. Supongamos que se inventa una máquina que garantiza experiencias virtuales sumamente placenteras, y que a la vez, esta máquina elimina nuestras experiencias dolorosas en ese mundo virtual. Si decidimos entrar en esta máquina, en nuestro mundo virtual no habría hambre, enfermedades, guerras o catástrofes. Además, perderíamos los kilitos de más, jugaríamos golf, tendríamos una bella y amorosa esposa, beberíamos cocteles, nuestros amigos y familiares nunca morirían, etc. Así, tendríamos la experiencia de llevar una vida sumamente placentera, pero ésta no sería real. Nuestro cuerpo estaría dentro de una máquina que manipula nuestro cerebro para hacernos tener sensaciones placenteras.

¿Sería conveniente entrar en esa máquina? Pareciera que no. Aparentemente, es preferible una vida miserable pero real, que una vida placentera pero virtual. Frente a un escenario hipotético como éste, mucha gente ya no está tan dispuesta a abrazar el hedonismo. La negativa a entrar en la máquina en cuestión parece revelar que la búsqueda de placer no es el único propósito en nuestras vidas. Quizás, sean más importantes otras cuestiones, como por ejemplo, el vivir realmente o no. El placer tiene límites. El primero, como hemos visto, es la postergación de placeres menores para conseguir placeres mayores. Pero, además, encontramos el límite derivado de la necesidad de evitar el mundo de ilusiones y conservar la realidad de nuestras vidas.

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