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No nos engañemos: la vasta mayoría de los seres humanos tememos a la muerte. Por supuesto, habrá una pequeña minoría que no teme a la muerte, pero sospecho que, por lo general, quienes alegan no temer a la muerte, o son unos mentirosos, o son unos locos peligrosos. De hecho, el temor a la muerte es bastante natural; seguramente sirvió como ventaja adaptativa a nuestros ancestros en la evolución humana: aquellos homínidos que temieran a la muerte eran más cautelosos, y por ende, lograron sobrevivir en mayor proporción.
Parece, entonces, que tenemos algún condicionamiento a temer a la muerte. Pero, ¿podemos evitar ese temor? El temor a la muerte procede de dos vías. Por una parte, mucha gente teme que, con la muerte, se pasará a una terrible existencia. Los griegos y otras culturas antiguas creían que, tras la muerte, se viajaba a una morada subterránea muy lúgubre. Hoy, las religiones monoteístas amenazan con castigos infernales a quienes no hayan cumplido los preceptos divinos, y las religiones orientales advierten que la inmoralidad en esta vida puede ser castigada con una terrible reencarnación en la próxima vida.
En realidad, no hay muchos motivos racionales para temer esto. Nadie ha muerto y regresado como para confirmar que, en efecto, después de morir nos espera una morada lúgubre, un infierno, o una reencarnación terrible. Esos temores aparentemente son infundados, pues proceden de elaboraciones fantasiosas sin la menor confirmación.
Ahora bien, un segundo motivo por el cual mucha gente teme a la muerte es la contemplación de la aniquilación de la propia existencia. Pero, de nuevo, aparentemente esto tampoco debe ser motivo de temor. Ciertamente es racional sentir temor por una muerte prematura o dolorosa, pero no por el hecho de dejar de existir.
Podemos considerar que, así como no tememos el tiempo que ha transcurrido antes de nacer, tampoco debemos temer el tiempo que transcurrirá después de que muramos. Mucha gente se preocupa por la idea de que, en el año 3565, ya no estará ahí para observar los acontecimientos que ocurran en esa época. Pero, extrañamente, esa misma gente no parece preocuparse por el hecho de que tampoco estuvieron ahí en el año 1492, cuando Colón llegó a América. Parece inconsistente temer por el tiempo futuro en el que no estaremos, pero no temer por el tiempo pasado en el que no estuvimos.
Además, quizás la muerte no debe ser temida porque, mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo. En otras palabras, precisamente porque nuestra conciencia se habrá extinguido con la muerte, no estaremos presentes para preocuparnos por nuestra condición de muertos. No estaremos en el infierno, o en el cuerpo de un insecto, o morando una casa embrujada, o dentro del ataúd gritando “¡sáquenme de acá!”. De hecho, no estaremos en ninguna parte, porque habremos dejado de existir. Y, al no existir, no podemos sufrir.
Todo esto parece muy elocuente y lógico, pero ciertamente es una postura muy difícil de asumir. Sin duda, existe un temor universal a la muerte, y es dudoso que la deliberación racional de un calmado filósofo pueda apaciguar la angustia que acarrea la posibilidad de la aniquilación de la existencia.
En todo caso, quizás no sea la muerte, sino la propia inmortalidad, aquello que debe generarnos temor. En otras palabras, quizás la inmortalidad no es una posibilidad por la cual valga la pena entusiasmarse. Es posible que la inmortalidad eventualmente conduciría a un terrible aburrimiento, el cual terminaría por convertirse en dolor. Si somos inmortales, nuestras acciones ya no estarían conducidas por ningún tipo de emoción, pues en algún momento se agotaría la innovación. Llevaríamos una vida gris al borde de la desesperación.
Por supuesto, si Dios desea premiarnos con el Paraíso, Él se aseguraría de que nunca nos aburriéramos. Pero, ¿cómo lograría Dios esto? Parece que la única manera de hacerlo es cambiando nuestras preferencias para que, cuando nos aburramos de algo, cultivemos el gusto por otra cosa. Pero, si Dios cambia nuestras preferencias, entonces no es del todo claro que sigamos siendo los mismos, y en ese sentido, no seríamos propiamente inmortales, pues la persona que existe después de la muerte no es la misma que existió antes de morir.
Quizás el mejor consejo frente a estas cuestiones sea no preocuparse demasiado por ellas. Ciertamente tenemos curiosidad respecto a qué ocurrirá después de la muerte, y quienes tengan el temple de satisfacer esta curiosidad, pueden hacerlo. Pero si esto genera demasiada angustia, es mejor no mortificarse demasiado con ello. Antes de sentirnos deprimidos por la inevitabilidad de la muerte, es mejor disfrutar la vida.
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