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Resulta bastante elemental que estemos dispuestos a admirar a una mujer que dedicó su vida a atender a los enfermos, construyó hospitales para su cuidado, y buscó el bienestar propio y de los demás; y a la vez, estamos dispuestos a reprochar severamente a militar que ordenó el genocidio de seis millones de personas, saqueó otros países y ocasionó una guerra mundial. Las acciones de la primera son profundamente morales, las acciones del segundo son profundamente inmorales.
Por otra parte, no estamos dispuestos a establecer una gran distinción moral entre una persona que compra un billete de lotería y gana el premio mayor, y una persona que compra un billete de lotería pero no gana nada. Aun en el caso de que a la persona que gane el premio mayor se le descuente alguna porción destinada a impuestos, y con éstos se construyan muchos hospitales, existe una gran diferencia entre la mujer que dedica su vida a atender a los enfermos, y el hombre que gana la lotería y, con los impuestos derivados de su premio, se construyen hospitales.
Parece que no hay una verdadera acción moral (tampoco inmoral) en el hombre que gana la lotería, pues sencillamente, tuvo suerte. La moral, parece, trasciende a la mera suerte. Un requisito para la moralidad de una acción es que proceda del esfuerzo y la voluntad de quien la realiza. Así, aun si el ganar la lotería trae consecuencias beneficiosas para muchas personas, eso no es suficiente para merecer nuestra admiración, pues realmente no hay ningún esfuerzo en ello. Merecen admiración aquellos actos morales que no son meramente fortuitos.
Pero, quizás haya que reconsiderar esto, pues pareciera que, después de todo, en la moral sí hay un inmenso espacio para la suerte. Hay alta probabilidad de que la mujer que se dedicó a cuidar enfermos procediera de un hogar amoroso, en el cual se le inculcó desde niña el valor de las acciones morales. También hay alta probabilidad de que el militar que ordenó el genocidio de millones de personas, procediera de una familia disfuncional abusiva que terminó por sembrar en él el resentimiento y el odio hacia los demás. La mujer en cuestión tuvo la buena suerte de haberse encontrado con condiciones constitutivas que la condujeran a emprender acciones morales, mientras que el militar en cuestión tuvo la mala de suerte de encontrarse con condiciones constitutivas que lo condujeron a emprender acciones inmorales.
La suerte también puede alterar otros aspectos de la moralidad. Las circunstancias que influyen sobre la moralidad de los actos pueden resultar azarosas. Por ejemplo, un joven vive en el oeste de la ciudad, entra en una pandilla de criminales del barrio, y termina cometiendo un asesinato. Pero, si la familia de ese joven hubiese vivido en el este de la ciudad, quizás el joven nunca hubiese conocido a los miembros de la pandilla, y nunca hubiera cometido el asesinato. El joven asesino tuvo la mala suerte de haberse encontrado con unas circunstancias que influyeron decisivamente sobre su decisión de cometer un acto criminal.
Incluso, la suerte ocupa un lugar considerable en los resultados de las acciones que, al final, juzgamos como morales o inmorales. Por ejemplo, un hombre que, al conducir ebrio un automóvil se excede en velocidad y atropella a un peatón es muchísimo más reprochable que un conductor ebrio que se excede en velocidad, pero afortunadamente no atropella a nadie. Pero, ¿acaso no hay un elemento de suerte en todo esto? Claramente, el hombre que sí atropelló al peatón tuvo mala suerte, mientras que el hombre que no atropelló al peatón fue más afortunado. ¿Puede ser la suerte un factor suficiente como para marcar la diferencia entre enviar a un hombre a la cárcel y absolver al otro?
Si, como ahora parece, la suerte desempeña un papel bastante prominente en la moralidad de las acciones, entonces parece necesario reconsiderar la mayor parte de lo que hasta ahora consideramos moral. Quizás Hitler no fue tan monstruoso, y quizás la madre Teresa de Calculta no fue tan digna de nuestra admiración. Antes bien, la madre Teresa pareció contar con una suerte que Hitler no tuvo.
En función de la existencia de la suerte moral, tenemos la tentación de suspender todo juicio moral. Según ahora parece, nadie merece alabanzas o reproches, pues sencillamente no hay mérito o desmérito en hacer algo dictado por el azar de las condiciones. Pero, no deberíamos llevar esto tan lejos. Quizás podamos aceptar que el hecho de que una acción se vea afectada por circunstancias azarosas, no suprime la libertad de quien emprende esa acción. Ciertamente las malas amistades del joven criminal influyeron sobre su decisión, pero no por ello perdió por completo su libre albedrío.
Quizás sea necesario evaluar la moral, no a partir de los actos, sino de la virtud de carácter de las personas. El conductor ebrio que atropella a un peatón nos resulta más inmoral que el conductor ebrio que no atropella a nadie, porque los actos del primero fueron más devastadores que los actos del segundo. Pero, si en vez de considerar los actos, consideramos los caracteres de las personas, entonces habremos mitigado un poco la arbitrariedad de la suerte en la moral. No obstante, persiste el problema de que los caracteres de las personas son en gran medida moldeados por circunstancias que escapan a su control.
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