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Diariamente asumimos que las palabras que empleamos tienen un significado muy preciso. Pero, muchas veces, debemos detenernos a considerar si, en efecto, las palabras que empleamos son precisas. Pensemos, por ejemplo, en un montón de arena. Un grano de arena no hace un montón de arena, y parece que tampoco un grano de arena hace la diferencia para que una cantidad de granos sea o deje de ser un montón. Así, si a ese grano de arena se le agrega otro grano, no será un montón. Si se le agrega aún otro, tampoco será un montón. Pero, así podemos continuar hasta los cien millones de granos. Con todo, sabemos que, cien millones de granos de arena sí hacen un montón, y que, al añadir granos al primer grano, llegará un momento en que sí estaremos en presencia de un montón.
O, también podemos pensar en un hombre calvo: un hombre con una cabeza llena de cabellos obviamente no es calvo. Si le quitamos un cabello, no será calvo. Si le quitamos dos cabellos, tampoco será calvo. Pero, si seguimos de uno en uno, llegará un momento en que ese hombre sí será calvo. La dificultad está, por supuesto, en saber en qué momento preciso el hombre empieza a ser calvo. Si, por ejemplo, decidimos que el hombre es calvo al remover exactamente 6592 cabellos, debemos preguntarnos por qué no será calvo al remover 6593 o 6591 cabellos, si precisamente un cabello no hará la diferencia entre ser calvo y no serlo.
Esto plantea problemas en torno a la vaguedad de los términos. ¿A qué se refiere, exactamente, la palabra ‘calvo’? ¿Es ‘calvo’ una realidad, o sencillamente una convención del lenguaje que intenta aproximarse a la realidad, pero que nunca puede hacerlo satisfactoriamente? Algunos filósofos opinan que, en efecto, ‘calvo’ es sólo una palabra vaga que no tiene un referente preciso: si realmente deseamos ser precisos en el uso del lenguaje, evitaríamos el uso de palabras como ‘calvo’, y optaríamos más bien por describir a las personas señalando exactamente cuántos cabellos tienen.
Pero, resulta bastante evidente que esta manera de proceder dificultaría las posibilidades de un lenguaje efectivo, pues todos los lenguajes están poblados de conceptos vagos de los cuales no parece posible prescindir para articular una óptima comunicación.
Quizás la alternativa sea emplear una lógica difusa, en detrimento de una lógica bivalente. La lógica tradicional parte de un principio que ha venido a ser llamado el ‘principio del medio excluido’, según el cual una proposición (es decir, un enunciado sobre el mundo), o es verdadera, o es falsa; en otras palabras, no hay medias tintas en el valor de verdad de una proposición (puesto que sólo hay dos valores de verdad, un tercer valor quedaría excluido, de ahí el nombre ‘principio del medio excluido’). Tradicionalmente, una proposición como “Hugo Chávez es calvo” se considera falsa, mientras que una proposición como “Vin Diesel es calvo” se considera verdadera. Pero, en vista de que ‘calvo’ es un término vago, muchos filósofos recomendarían asignar valores intermedios de verdad a proposiciones que predican la calvicie. Así, una proposición como “Juan es calvo” podría ser medianamente verdadera (o, quizás, en términos numéricos, podríamos asignarle un valor de verdad de 0.5 entre 0 y 1). Y, de esa manera, Juan no sería calvo, pero tampoco no calvo, sino sólo medianamente calvo. Y, así como empleamos el término ‘medianamente calvo’, también emplearíamos los términos ‘marcadamente calvo’ y ‘ligeramente calvo’.
No obstante, la dificultad con la apelación a la lógica difusa para hacer frente a esta situación es que sólo posterga el problema, pues habría que establecer el límite preciso entre ser ‘medianamente calvo’ y ser ‘ligeramente calvo’. Si se establece una categoría intermedia entre esos dos términos, entonces habría que establecer aún otra categoría intermedia entre los nuevos términos, y así al infinito.
Otros filósofos estiman que sí existe objetivamente una distinción entre ser calvo y no serlo, pero que sencillamente no podremos conocer el límite preciso. Quizás esta alternativa sea más persuasiva, pero parece eliminar las posibilidades de articular un lenguaje preciso, y no hace más que imponer un límite a las posibilidades del conocimiento humano. Si, en efecto, los calvos existen, pero no sabemos dónde está la diferencia entre ser calvo y no serlo, entonces no parece confiable emplear la palabra ‘calvo’, o cualquier otro término vago.
El problema de la vaguedad se antoja, como muchas cuestiones en filosofías, misterioso, y no parece tener una solución a todas luces satisfactoria. Quizás haya que aceptarlo y aprender a vivir con él, a partir de lo cual necesitaremos asumir las limitaciones del conocimiento humano. Muchas preguntas filosóficas tienen respuestas claras. Me temo que la respuesta a “¿cuántos granos de arena hacen un ‘montón’?” es una de las pocas preguntas filosóficas pertinentes a las que el hombre nunca encontrará respuesta.
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